He tenido la fortuna de viajar a Lanzarote en innumerables ocasiones por trabajo. Y, aunque los desplazamientos laborales cansan, hacerlo a Lanzarote convierte el cansancio en algo más llevadero, algunas veces hasta en un privilegio.
Lanzarote es una isla distinta a todas, suspendida en algún punto secreto entre la luna y el mar. Su piel, marcada por el aliento ardiente de los volcanes, conserva aún la memoria del fuego. Sin embargo, de entre la negrura áspera surge siempre un destello de verde obstinado, un pulso de vida que desafía lo imposible. La isla entera es un manifiesto de supervivencia, una prueba de que la belleza también puede brotar del terreno más inhóspito.
La isla es hija del fuego: nació de las erupciones del Timanfaya y renació, siglos más tarde, con la eclosión de César Manrique. Lanzarote lleva su impronta en cada latido. Todo ha pasado por sus manos: los Jameos del Agua y su auditorio submarino, su antigua casa convertida en fundación, los “juguetes del viento” que vigilan las rotondas, el Mirador del Río que se asoma a La Graciosa, la Cueva de los Verdes, el Jardín de Cactus, el Monumento al Campesino, la intervención sobre el Timanfaya, hasta el propio aeropuerto, ahora rediseñado, respira parte de su visión.
Y, aun así, su obra no cansa. Al contrario: se celebra, se agradece, se reconoce en cada esquina. Porque en cada una de sus creaciones palpita un respeto absoluto por la naturaleza y por la esencia irrepetible de Lanzarote, como si el artista hubiera sabido escuchar el latido de la isla y traducirlo en forma, luz y silencio.
La rotonda del Monumento de los campesinos, de César Manrique.
Desde el Mirador del Río, enfrente a La Graciosa. Nunca he entrado a la instalación, dicen que no merece la pena, las grandes vistas se aprecian desde fuera.
Camellos por el Timanfaya. Un primer plano de Felipe.
La visita al Timanfaya es obligada, el paseo en camello no. Aunque una vez que fui con Félix nos dejamos pasear por el camello Felipe y lo recordamos con cariño.
Géiser del Timanfaya.
Es espectacular ver que el volcán sigue vivo y si le echas agua caliente sale un géiser. Muy recomendable quedarse a comer en el restaurante del Timanfaya el pollo hecho al calor del volcán.
Cerca de la laguna hay muchos restaurantes buenos para comer, en Lanzarote hay mucha oferta. Pero creo que si tuviera que elegir uno me quedaría con el Sebe y su arroz con carabineros de La Santa, un caladero que se descubrió en la pandemia y que explota una familia de pescadores locales que sacan a la luz las mejores gambas y carabineros que yo he probado nunca.

Aunque para comer bien y barato en Lanzarote lo mejor son los Teleclubs.
Otro rincón un poco más desconocido de la isla es la casa dónde vivió José Saramago, llegué tarde a la visita pero me encantó conocer su maravillosa biblioteca.











































